NUEVA CULTURA POLÍTICA
Por una nueva cultura política
Vivimos en un mundo que, lejos de avanzar hacia niveles más altos de bienestar para todos sus habitantes, se encamina hacia la consolidación de altas cuotas de riqueza para unos pocos, mientras el resto, la mayoría, pierde calidad de vida y una minoría cada vez más grande se hunde en la pobreza. Los demás seres vivos apenas cuentan y muchos están en peligro de extinción. Vivimos en un mundo que apuesta por el desarrollo económico material como principal objetivo en la búsqueda del bienestar, siempre temeroso de quedarse sin recursos, explotando si es necesario los lugares más recónditos, aniquilando ecosistemas enteros, tristemente incapaz de imitar la naturaleza y crear abundancia sin destruir. Vivimos en un mundo que durante milenios ha sido un mosaico de gentes y culturas diversas, gentes que han sabido encontrar en su entorno los recursos que necesitaban para vivir, que han sabido ser más o menos felices, y que ahora están condenados a desaparecer bajo la presión uniformizante de las recientemente creadas fuerzas globales.
Curiosamente, no se está llegando a esta situación tras desastrosas políticas de regímenes autoritarios y despóticos, excusa fácil de historiadores para explicar barbaridades del pasado. El desastre que se avecina es el resultado de políticas llevadas a cabo principalmente por poderosos países que se llaman a sí mismos democráticos, que dicen respetar los derechos humanos y sentirse preocupados por la pobreza mundial, por la naturaleza y el futuro del planeta.
Los males —las pésimas condiciones de vida de amplias capas de la población mundial, la falta de expectativas vitales en jóvenes y no tan jóvenes, la pérdida de identidad y de importantes valores colectivos, la falta de reconocimiento y diferenciación cultural, la degradación del entorno y la explotación de la naturaleza— y sus consecuencias en forma de miseria, crimen y violencia, no se dan precisamente en países exóticos, tradicionalmente poco desarrollados, están presentes en el corazón de nuestras rimbombantes y poderosas democracias. Se extienden por los suburbios de las ciudades, recorren las callejas de sus centros históricos, invaden el paisaje social y natural que nos rodea.
¿Dónde está el fallo? ¿Cómo es posible que este desolador panorama sea consecuencia de la democracia, el menos malo de los regímenes políticos?
La imperfecta democracia actual
Algunos dirán que lo que ocurre es que vivimos en una democracia exclusivamente formal, pero no real. En una democracia diseñada para favorecer a unos pocos, o a una mayoría relativa, en detrimento de significadas minorías. Dirán que el sistema de delegación utilizado en la elección de la cúpula legislativa y gobernante no es realmente representativo, que los partidos políticos sólo representan a determinados grupos de interés y que sus propuestas están encaminadas a favorecer a quienes los han apoyado y no están motivadas por el interés general. Dirán que en el parlamento no se oyen las voces de las minorías, de los marginados, de los rebeldes y contestatarios. Que para éstos sólo queda la calle y la acción política directa.
Otros echarán la culpa al sistema capitalista y sus desmanes, se quejarán de la falta de control sobre las grandes empresas multinacionales, del excesivo poder que acumulan, de su capacidad para dictar políticas en la trastienda, de su falta de escrúpulos a la hora de esquilmar los recursos naturales, de jugar con los puestos de trabajo a su conveniencia. Verán en el capitalismo y el neoliberalismo que lo sustenta el causante de tremendas catástrofes ecológicas y humanas, el culpable del imparable crecimiento de la pobreza, del deterioro ambiental, del peligro latente y constante que supone la proliferación de armas, la contaminación del aire y el agua, el uso de sustancias tóxicas y semillas genéticamente modificadas en la producción de alimentos, la investigación con virus y bacterias potencialmente letales…
Unos y otros tienen seguramente razón. Vivimos en una democracia imperfecta asentada en un sistema económico imperfecto. ¿Pero qué podemos hacer?
A lo largo de la historia se han vivido similares situaciones de insatisfacción política, en las que un importante grupo social se ha esforzado por corregir una forma de gobierno agotada, imponiendo finalmente otra más adecuada a sus intereses como clase. La burguesía forzó la caída de las monarquías absolutas del final de la época feudal para instaurar, fuera en un régimen monárquico o republicano, una restringida democracia parlamentaria que le permitiera defender sus intereses, especialmente sus privilegios económicos. Más tarde, la organización efectiva de la clase obrera consiguió, tras años de lucha, abrir los parlamentos a sus representantes, aunque a pesar de su mayoría social siempre se trató de una representación restringida y no proporcionada. Como la democracia burguesa no daba satisfacción a sus necesidades, la clase obrera siguió la lucha fuera de los parlamentos y en algunos países triunfó una revolución proletaria que instauró un sistema político, el comunismo, que pretendía ser el gobierno del pueblo para el pueblo. El comunismo real demostró ser un fiasco, una dictadura en la que una reducida clase dominante, los burócratas del partido único, gobernaba para mantener sus privilegios como clase, desentendiéndose de las necesidades reales de la población. Tras la caída del comunismo real en el mundo, la democracia parlamentaria y capitalista es la forma de gobierno dominante en Occidente, aun sin olvidar que gran parte de la población mundial vive todavía bajo feroces y sangrientas dictaduras.
A pesar de que la democracia parlamentaria ha sufrido a lo largo del siglo XX diversas reformas para acoger importantes grupos de la población que no estaban representados, como las mujeres, las minorías étnicas, etc., la insatisfacción en importantes colectivos sociales no deja de aumentar. No se sienten representados por ninguno de los partidos políticos, no sienten que su voz esté presente en los parlamentos, no comprenden muchas de las decisiones que toman los gobiernos, se sienten manipulados, engañados con falsas promesas electorales que luego no se cumplen… La abstención no deja de aumentar, el desencanto es cada vez más visible. Si la democracia, en su acepción etimológica, es el gobierno del “demos”, del pueblo, ¿por qué la democracia actual no satisface las legítimas aspiraciones de éste a gobernarse?
Las causas del fracaso de la democracia actual
Es necesario señalar dos aspectos diferentes para responder a esta pregunta. El primero se hace visible al repasar la historia política de los último siglos. Hemos pasado de monarquías absolutas y de gobiernos feudales a una democracia burguesa y por último a una democracia parlamentaria representativa. Lo reseñable en toda esta historia es que el gobierno siempre ha estado en manos de una elite gobernante, dedicada profesionalmente a la política. La política se ha entendido en un movimiento que iba de arriba abajo, desde los elegidos (poco importan si han sido elegidos por designio divino o en unas elecciones) hacia el cuerpo social, desde la clase dirigente hacia los dirigidos. Y lo que podía resultar comprensible en una época en la que sólo unas pocas personas tenían la formación adecuada para ejercer el arte del gobierno (comprensible sólo hasta cierto punto, pues el ejemplo de las colectividades españolas del 36 desmiente esta idea), resulta ser hoy un anacronismo insoportable para una importante parte de la población, que se siente capacitada para participar directamente en la toma de decisiones sin tener que delegar en representantes, en última instancia profesionales de la política que acaban mirando más por sus intereses que por sus votantes. Cada vez más gente reclama una toma de decisiones de abajo arriba, desde las comunidades locales (lugares en los que la gente se conoce y conoce sus necesidades) hacia instancias nacionales o supranacionales, que finalmente habrían de ser tan sólo coordinadoras, transmisoras y posiblemente conciliadoras de posiciones divergentes. La descentralización real, no sólo en cuestiones secundarias como ocurre actualmente, es un requisito imprescindible para hablar de democracia, pero es sobre todo una necesidad imperiosa para atajar los desastres ecológicos que con el apoyo de gobiernos centrales llevan a cabo las grandes empresas capitalistas.
El segundo aspecto que contribuye a explicar el fracaso del sistema democrático actual tiene que ver con el sistema de partidos, un sistema adversarial y competitivo que impide buscar las mejores soluciones a los problemas existentes, pues lo que se busca es principalmente vencer, derrotar al contrario. Rara vez en los parlamentos se promulgan leyes que cuenten con el respaldo de toda la cámara, rara vez los gobiernos toman decisiones en cuya elaboración se ha tomado en cuenta la opinión de todas las partes implicadas. Se hace una interpretación partidista del interés general, que muchas veces ni siquiera coincide con la clase social a quien supuestamente dicho partido representa, sino que se ajusta a los deseos de determinados grupos de presión que desde la sombra intercambian favores con partidos y gobernantes. También en este punto, la gente se siente estafada.
En su origen histórico, los partidos nacen para defender los intereses de una determinada clase o grupo social. Si los intereses son divergentes, dirán algunos, es lógico que los partidos se enfrenten y compitan por el poder, pues sólo desde el poder o desde una situación de poder será posible apoyar los intereses de sus representados. En la actualidad, la idea de clase social, basada en diferencias económicas, tiende a difuminarse a favor de una mayoría conocida como clase media —cuyos intereses hacen suyos los principales partidos parlamentarios— y de importantes minorías que, o bien forman la elite económica y privilegiada que actúa sobre los partidos políticos como grupo de presión, muchas veces en detrimento de la clase media que aquellos dicen representar, o bien se trata de minorías excluidas que ningún partido parlamentario representa. En estas circunstancias no debería ser tan difícil llegar a acuerdos que, partiendo de los intereses de la clase media, fueran capaces de integrar las voces disonantes de las minorías excluidas, y que a su vez pudieran contrarrestar la fuerte presión de los poderes fácticos existentes.
El problema es que este sistema adversarial está tan arraigado dentro de la sociedad que resultará difícil erradicarlo, aun cuando existiera voluntad para ello. Con toda probabilidad, un partido político que no quisiera entrar en el juego de la competición, de la descalificación del contrario, o que desde el poder quisiera implantar medidas consensuadas, sería pobremente valorado por la población y castigado en las urnas.
Los niños aprenden las claves de este sistema en el hogar y en la escuela, donde adquieren conciencia del juego de roles y de poder en el que vivimos inmersos los adultos. Los conflictos en casa rara vez se resuelven con el diálogo, el recurso a la autoridad del padre e incluso a la fuerza suele estar presente. En la escuela, los niños terminan de familiarizarse con el sistema, los profesores se reafirman como sus adversarios, poco a poco también lo serán sus compañeros. Ante los conflictos que les surjan en la vida sabrán adoptar las tácticas aprendidas: se más fuerte y ganarás, y si no puedes ganar siempre podrás encontrar maneras de hacer daño. Esta actitud competitiva se arrastra toda la vida como una losa que impide un verdadero progreso a la hora de establecer una democracia verdaderamente participativa. Existe en todo este proceso un terrible círculo vicioso que de alguna manera hay que romper: por una parte es necesario cambiar el sistema educativo para evitar la competición y el enfrentamiento con el que abordamos las diferentes situaciones de nuestra vida, incluyendo nuestra participación política. Pero para ello sería necesario un gran acuerdo político y social, impensable en las actuales circunstancias en las que tanto se valora la fortaleza y la capacidad para vencer al contrario y en las que llegar a un consenso se interpreta como un síntoma de debilidad. Sin un cambio en la cultura política, no habrá cambios en el sistema educativo; y si el sistema educativo no cambia, no cabe esperar un cambio en la cultura política. Nuestra tarea es romper este círculo infernal cultivando, por una parte, la reflexión, y por otra, creando en nuestra praxis cotidiana, hábitos que fomenten la cooperación y la búsqueda de consenso, en lugar de la competición y la imposición.
La alternativa: una nueva cultura política
Frente a la democracia centralizada y partidista, alejada de los problemas concretos de la gente y basada en un sistema competitivo y de oposición, existe una alternativa que apuesta por la comunidad local como núcleo elemental de la gobernabilidad, entendida esta última como la búsqueda conjunta y creativa de decisiones consensuadas que todo el colectivo puede asumir.
Es necesario añadir cuanto antes que una propuesta como ésta no olvida ni desdeña los importantes problemas que habría que resolver para llevar a cabo el cambio de paradigma político. Vivimos en un mundo globalizado en el que se han creado poderosas fuerzas destructivas, que podrían arrasar fácilmente comunidades enteras, como de hecho están haciendo. Los intereses de determinados grupos económicos, militares, religiosos y mafiosos, muchas veces entrelazados, chocarían frontalmente con los objetivos de autonomía, autogobierno y autosuficiencia de las pequeñas comunidades locales. Contra tales fuerzas sólo cabe la unión, la creación de redes y de estructuras federadas de intercambio y apoyo, que pudieran en el corto plazo contrarrestar la presión de dichos grupos. Aunque no hay que olvidar que, a largo plazo, esta propuesta de cambio aspira a cocrear entre todos un mundo en el que no haya espacio para tales elementos destructivos a gran escala, en el que las únicas fuerzas globales sean las de la solidaridad y la concordia.
Otra dificultad, que algunos apuntarán rápidamente, tiene que ver con las diferencias sociales y de clase. ¿Cómo va a ser posible tomar decisiones consensuadas, cuando están en juego intereses divergentes relacionados con la posición social y sus correspondientes privilegios o carencias? Se supone que mientras existan grandes diferencias económicas entre los miembros de una misma comunidad, nunca será posible alcanzar acuerdos, que los que no tienen siempre estarán enfrentados a los que tienen. Sin embargo, esto no es cierto del todo. Sabemos hoy que la seguridad física y económica es una necesidad fundamental de todo ser humano. En nuestro desarrollo como personas necesitamos estabilidad en el trabajo y necesitamos tener asegurada nuestra parte en la distribución de la riqueza. Pero una vez que esto se ha conseguido, no necesitamos acumular en exceso ni tampoco queremos estar sin hacer nada. Normalmente buscamos un equilibrio (algo muy personal y que difiere grandemente de unas personas a otras) entre el tiempo que queremos dedicar al trabajo y el que queremos para nosotros mismos. Es cierto que el éxito de la nueva cultura política va parejo del desarrollo de una nueva cultura económica, que tenga en cuenta las personas (social y solidaria) y el entorno (ecológica), pero sin necesidad de buscar ni imponer una igualdad ficticia e inexistente. Cada comunidad local podría elegir el sistema económico más adecuado para sus intereses y necesidades, sea éste el mercado o el comunismo, siempre y cuando sean el resultado de una decisión política consensuada.
La principal dificultad: nosotros mismos
Con todo, la dificultad más importante que surgiría en una primera fase, como ocurre de hecho actualmente en todos los grupos que están incorporando la toma de decisiones consensuada en sus agendas, tiene que ver con nuestra incapacidad, nuestra falta de pericia y entrenamiento para alcanzar un verdadero consenso. El problema real no es que existan diferencias, siempre las habrá, el problema es que no sabemos enfrentarnos a lo diferente, salvo a través del recurso a la fuerza y la imposición de nuestras ideas. Que en una comunidad local existan diferencias económicas importantes no es un problema, se pueden tomar medidas para reducir estas diferencias en el marco de unos objetivos comunes aceptados por toda la comunidad. Tampoco sería grave, más bien al contrario, que en un determinado colectivo se plasmaran diferentes necesidades, diferentes valores, diferentes actitudes y maneras de ver las cosas. Todo ello sería sin duda valioso para el enriquecimiento de la comunidad y su crecimiento. Sin embargo, ahora mismo todas esas diferencias son motivos de conflicto en los grupos y causa aparente del fracaso de la toma de decisiones consensuada. Causa aparente porque las razones profundas del fracaso no están en la diferencia en sí, cuya existencia todos reconocemos racionalmente como positiva, sino en los mecanismos de defensa que inconscientemente ponemos en marcha con el fin de evitar el dolor que la diferencia (en comportamientos, valores, actitudes, creencias…) puede despertar en nosotros y que se asocia a nuestra historia personal de creación de una identidad, forjada entre abusos, decepciones y luchas por el reconocimiento. Todas estas emociones, sentimientos y representaciones simbólicas latentes inciden negativamente en la toma de decisiones, aunque extrañamente no se les dé espacio ni se las reconozca como factores determinantes, dejando todo el protagonismo en manos del discurso, de la palabra organizada en torno a intereses particulares que, cómo no, tienden a chocar con el discurso diferente del otro. A partir de aquí, el acuerdo es imposible, sólo queda votar y con ello excluir y marginar.
Por eso, una nueva cultura política sólo es posible desde el reconocimiento de factores socioafectivos que influyen en el comportamiento de las personas y que se hallan en la base de determinadas actitudes que nos pueden parecer incomprensibles, pero que debemos aceptar como una parte más del colectivo social, como una parte de la que también podemos aprender y que la comunidad no debe desdeñar. Que todo el mundo tiene una parte de la vedad es uno de los principios básicos del consenso. Sólo a partir de este reconocimiento podemos hablar de comunidad.
La inclusión, clave de la nueva cultura política
Como decía al principio de este artículo, vivimos en un mundo en que la democracia representativa se tambalea, incapaz de dar respuesta a los grandes retos de este tiempo: el (des)control de la globalización, en manos de grandes multinacionales capitalistas, de poderes fácticos y mafiosos, sin escrúpulos a la hora de apoderarse de la riqueza que producimos entre todos, mientras la pobreza y la falta de recursos básicos se extienden por todo el mundo y las catástrofes ecológicas aumentan sin cesar; y el deseo de una creciente capa de la población de contar con más autonomía, mayor capacidad de decisión sobre temas que le afectan, mayor poder para decidir en el ámbito local en el que centran su existencia, mayor empoderamiento para estar presentes y co-decidir con todos en igualdad de condiciones, enfrentándose así a la invisibilidad que el sistema actual parece querer condenarles (mujeres, jóvenes, ancianos, minorías étnicas, discapacitados, etc.).
Y sin embargo, la democracia es irremplazable. No la podemos cambiar, cualquier cambio de sistema en manos de iluminados sería un desastre, la experiencia histórica lo confirma. Sólo nos queda profundizar en ella. Y en mi opinión, sólo hay dos maneras básicas para profundizar en la democracia: hacerla más extensiva, descentralizar, recurrir a la comunidad local como núcleo básico de la gobernabilidad, federar; y hacerla más inclusiva, acoger todas las voces, mostrar públicamente nuestras emociones, aprender de la diferencia y la diversidad, buscar el consenso.
Este es nuestro gran reto. Tenemos la suerte de que podemos abordarlo desde la misma democracia, a diferencia de tantas personas en el mundo que viven en regímenes dictatoriales. Vamos dando pasos en la descentralización, tal vez alguno más hacia atrás que hacia delante, pero somos conscientes del camino a seguir. No tenemos dudas de cómo grandes grupos de poder utilizan la globalización en su beneficio y nos enfrentamos a ellos. Pero de lo que todavía estamos muy lejos es de haber percibido el significado real de la diversidad y de la inclusión. En este punto seguimos siendo prisioneros de una cultura política heredada, una cultura que tiende a la descalificación del otro, que convierte la discrepancia en enemistad.
Trabajar la inclusión es por tanto la clave de la nueva cultura política, una clave que encierra en sí misma una nueva perspectiva de abordar la educación, las relaciones personales, el trabajo y en general nuestra participación en todo tipo de grupos y colectivos. Si no queremos repetir los errores del pasado, no nos queda más remedio que “volver a la escuela”, aprender cómo somos en tanto que seres grupales, aprender a convivir en la diversidad, recuperar el significado profundo de la palabra “comunidad”.
Ah! Por cierto, “escuelas” las hay muy buenas, basta con echar una ojeada a la bibliografía que acompaña este artículo.
Referencias bibliográficas
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Vinyamata, Eduard. Manual de prevención y resolución de conflictos, Ariel, 1999
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